Reflexiones sobre la muerte entre los antiguos nahuas I

La concepción de vida y muerte, una dualidad complementaria

Sin lugar a dudas, la muerte es uno de los temas más obscuros, misteriosos, complejos e interesantes para los estudiosos de la historia de las religiones. Tan cuantiosos son los problemas que se plantean y enfrentan en su estudio, como numerosas las investigaciones que se han ocupado de inquirir sobre las conceptuaciones culturales de la muerte, todo con el propósito de acercarnos al pensamiento que de ella pudieron tener las llamadas “civilizaciones antiguas”.

            En el espacio mesoamericano, al igual que en muchas otras zonas culturales del mundo, la problemática que más se acentúa en los estudios sobre la muerte estriba en la incompatibilidad de pensamientos que se origina en la confluencia de diferentes tradiciones culturales; es decir, la dificultad de comprender las creencias aumenta cuando se antepone una distancia entre concepciones propias y ajenas, y en la mayoría de los casos el receptor de la información supone entender más de lo que en realidad logra asimilar, o de lo que literalmente le fue transmitido.

            Antes de abordar de lleno el tema de la muerte, será indispensable establecer el sentido que la existencia humana tuvo dentro de la compleja estructura religiosa mesoamericana. Como sabemos, el cosmos estaba habitado principalmente por dos tipos de seres, terrenales y divinos, cuya relación fue el elemento más trascendental del pensamiento religioso de estos pueblos, ya que la mayoría de las actividades cotidianas del ser humano estaban determinadas por el designio de los dioses y no podrían llevarse a cabo, apropiadamente, sin sus favores.

            El vínculo entre los hombres y sus dioses daba razón a su existencia y era el motor que hacía circular la dinámica del cosmos. De tal forma, la interacción entre ambos seres hacía que los ciclos cósmicos se mantuvieran inalterables y constantes; en dicha interacción, los dioses, al generar vida en el mundo, permitían ser sustentados por los hombres, quienes al sustentarlos, mantenían su propia existencia y hacían posible que los dioses suscitaran la continuación de ciclos vitales de primer orden.

            De acuerdo con este pensamiento, el mundo fue creado por los dioses para ser habitado por animales, plantas, hombres, etc., que se fueron transformando hasta llegar a constituirse en los seres que las deidades necesitaban para sobrevivir. Así lo refiere una parte del relato de la creación de la humanidad del quinto Sol descrita en la Leyenda de los Soles:

Entonces se convocaron los dioses, dijeron: “¿Quién vivirá?, pues ya se alzó el cielo, ya está firme la tierra. ¿Quién vivirá, oh dioses?” […] Entonces fue Quetzalcóhuatl a Mictlan, llegó adonde estaban Mictlanteuctli y Mictlancíhuatl; le dijo [a Mictlanteuctli]: “He venido por los huesos preciosos que guardas, he venido a tomarlos”. Él le respondió: “¿Qué vas a hacer, Quetzalcóhuatl?”. Le habló nuevamente: “Los dioses están preocupados: ¿quién vivirá en la tierra?”.[1]

Después de una serie de peripecias, pruebas y engaños que enfrentó en su viaje al Mictlan, Quetzalcoatl lleva los huesos rotos a Tamoanchan, donde Quilaztli los muele y los coloca en un lebrillo sobre el cual éste y otros dioses sangran su pene. De la mezcla obtenida nacen los hombres: “Después [por eso] decían: ‘Por los dioses nacieron los hombres, porque ellos hicieron penitencia por nosotros”[2], penitencia que los seres humanos tendrían que recrear y retribuir oportunamente mediante ceremonias rituales, ofrendas, sacrificios o autosacrificios.

Así, surge un hombre que, a diferencia de los seres que existieron en creaciones anteriores, es capaz de reconocer y honrar a los dioses como sus creadores y de establecer un lazo vital e indestructible con ellos. En este sentido, los hombres eran conscientes de que su misión en el universo era mantener la existencia de sus “progenitores”, y al hacerlo, aseguraban conservar la suya propia y la del mundo. De tal forma, “el hombre vive en una constante obligación ritual, que está presente en todos los aspectos de la vida humana, empezando por los trabajos para la subsistencia, lo que expresa su idea de haber sido creado para venerar y sustentar a los dioses”.[3]

Como vemos, en esta relación la existencia que el hombre debe a los dioses se adscribe a su propia acción de veneración y a la entrega de su vida, ya que a fin de cuentas, el hombre la ofrece a las divinidades. En tal perspectiva, podemos observar el binomio vida/muerte como parte imprescindible del pensamiento dual mesoamericano de opuestos complementarios que cimenta la estabilidad, orden y movimiento del cosmos.

Ahora bien, autores como Alfredo López Austin señalan que el hombre era un ser conformado por la materia pesada de su cuerpo y por diversas entidades anímicas, invisibles y ligeras, ubicadas en centros específicos de cada individuo, éstos le otorgaban naturaleza humana, facultades sensoriales y de movimiento, sentimientos, inteligencia, etc.[4] Las principales entidades anímicas eran el teyolía ubicada en el corazón, el tonalli en la cabeza, y el ihíyotl en el hígado; en la primera radicaban la esencia humana, vida, facultades mentales y posiblemente tenía un papel similar al alma en la cosmovisión cristiana, singularidad que favoreció para que los evangelizadores consideraran factible la adaptación entre ambos conceptos.

Al parecer, para los antiguos nahuas la muerte implicaba la disgregación y descomposición de los componentes anímicos que conformaban al ser humano. Esta idea parece expresarse en una escena de la lámina 44 del Códice Laud que representa el momento en que las entidades anímicas abandonan el cuerpo material del individuo fallecido. En perspectiva del propio López Austin, “la serpiente que asciende de la coronilla sería el tonalli; la serpiente con cabeza y brazo de Ehécatl brota del pecho como si fuese el teyolía; la serpiente que sale del vientre puede ser el ihíyotl; a las espaldas caen en forma serpentina los huesos y el cráneo de lo que puede representar el cadáver vacío de sus entidades anímicas”.[5] (Fig. 1)

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Fig. 1. Escena que representa la posible dispersión anímica después de la muerte. Códice Laud, p. 44.

Después de desprenderse del cuerpo físico, el teyolía se dirigía a uno o varios de los espacios post mortem que se determinaban, primordialmente, por el tipo de muerte que había tenido el individuo. Por su parte, los restos físicos, al ser enterrados o incinerados, regresaban al vientre materno, a la matriz telúrica, cumpliendo mediante este acto simbólico con su papel como sustentadores de los dioses, así retribuían a Tlaltecuhtli por haberlos parido al mundo. Así, pasados los cuatro años que la deidad de la tierra tardaba en digerir los restos, “se consideraba entonces que el hombre había terminado de morir y que la reminiscencia ósea de su ser estaba lista para una nueva fecundación”.[6]

De acuerdo con este pensamiento, la muerte se contempla como otro paso en el ciclo de vida de los individuos y contrario a lo que puede inferirse es el inicio de un nuevo tipo de existencia con cualidades y actividades específicas. Al respecto, por citar algunos ejemplos, se dice que los guerreros muertos en batalla, o capturados y sacrificados en honor del Sol, estaban destinados a acompañar al astro rey en su transcurso desde el amanecer hasta el mediodía; asimismo, las mujeres guerreras y las que morían en el primer parto, lo recibían al mediodía e iban “descendiendo hasta el occidente, llevábanle en unas andas hechas de quetzales o plumas ricas, que se llaman quetzalli apaneyácotl; iban delante de él dando voces de alegría y peleando, haciéndole fiesta; dejábanle donde se pone el sol, y de allí salían a recibirlo los del infierno, y llevábanle al infierno”.[7] Los llamados mictecah, moradores del Mictlan, quienes eran servidores y mensajeros de Mictlantecuhtli y Mictecacihuatl, eran los que tenían la función de recibir al Sol de manos de las cihuapipiltin para acompañarlo en su recorrido nocturno por el inframundo.[8]

            Como vemos, los seres humanos no dejaban de sustentar a los dioses ni aún después de su fallecimiento. En este sentido, la muerte no se concebía como la nada, pues no presuponía la liberación ni abandono del cumplimiento de funciones específicas que complementaban las actividades que se habían tenido en vida: “Antes y después de la muerte, el trabajo del hombre producía las mieses, auxiliaba al Sol, propiciaba y conducía la lluvia, y en general, contribuía a la perduración del orden cósmico. Vivos y muertos laboraban en distintos lados de los mismo campos, visibles unos, invisibles otros”.[9]

            Por otro lado, como señalé anteriormente, la muerte formaba parte de la estructura dual de pares opuestos complementarios que daban estabilidad y unidad al cosmos, concibiéndose como antagónica a la vida. Al ser parte de esta dicotomía infinita, la muerte también se revestía con un carácter genésico en algunos contextos rituales y episodios míticos. Basta recordar que Quetzalcoatl viajó al Mictlan, “Lugar de los muertos”, para tomar los huesos con los que se habría de crear al hombre; de igual forma, Nanahuatzin tuvo que arrojarse al fogón divino para morir y resurgir convertido en Sol.[10]

            Asimismo, es posible observar la intervención de personajes mortuorios en actividades que parecen alejarse de su naturaleza fúnebre. Así lo expresan algunas escenas del Códice Laud en las que Mictlantecuhtli aparece cortando un lazo que envuelve a madre e hijo, e instruyendo a una persona que parece estar embarazada. De tal forma, el numen de la muerte participa activamente en aspectos genésicos como la concepción y el nacimiento de otros seres; al respecto, vale pena agregar que al parto se le llamaba, dialécticamente, “hora de la muerte”.[11] (Figs. 2a y 2b)

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Figs. 2a y 2b. Intervención de Mictlantecuhtli en embarazo y nacimiento de seres humanos. Códice Laud, p. 29 y 30.

            Como vemos, los ejemplos aducidos sugieren que para los indígenas, la muerte era, en ocasiones, percibida como una fuente de vida con carácter genésico y regenerador. En otras palabras, la muerte genera, crea y transforma.

            Para finalizar, analicemos otros aspectos en los que la muerte se manifestaba. La constante presencia de ésta en los elementos anteriormente estudiados se extiende hacia otras esferas religiosas, culturales y sociales. Sobre las primeras, las fiestas rituales de Miccailhuitontli y Huey Miccailhuitl se celebraban en honor de los muertos, mientras que las veintenas de Quecholli, Tepeilhuitl, Tititl y Toxcatl incluían ofrendas o ceremonias dedicadas a los difuntos;[12] asimismo, en el calendario el signo miquiztli se consideraba de buena o mala fortuna dependiendo de la forma en que el individuo lo honrara.[13]

            Otra esfera en la que la muerte ejercía su influencia era la de los augurios, manifestados a través de los dioses, apariciones, animales y objetos que estaban asociados con presagios funestos. Al respecto, se decía que escuchar el canto de la lechuza, en una casa, anunciaba que uno de sus habitantes enfermaría o moriría; igualmente, si una comadreja entraba en la casa o se cruzaba en el camino, se pensaba que la persona que lo observara habría de fallecer; caso similar a la aparición de una estantigua, considerada imagen de Tezcatlipoca, la cual anunciaba que aquel que la veía moriría en la guerra o sería cautivo. Las personas tenían que ser muy valientes y enfrentarla, pues de lo contrario perecerían.[14]

            Por su parte, la muerte también fungía como castigo o redención de una falta. Las diferentes modalidades en que se efectuaba estaban determinadas por el tipo de transgresión que el individuo cometía; así, podía morir por apedreamiento, estrangulación, desmembramiento, ahogamiento, decapitación, desollamiento, disminución del alimento, debido al fuego o flechamiento.[15] Por razones de espacio no pormenorizaremos sobre las particularidades de cada una de ellas, ni sobre las causas que las provocaban; sin embargo, a grandes rasgos la muerte punitiva ocurría a aquellos individuos que con sus faltas alteraban de alguna manera el orden establecido, el cual se intentaba restaurar mediante su deceso.

            En torno a esta “muerte redentora” Johansson apunta reiteradamente que al no existir un concepto de bien y mal en las sociedades nahuas, no se juzgaba a los hombres por el buen o mal comportamiento que habían tenido en vida: “Los que habían cometido una falta que ‘ameritaba’ la muerte no iban a un lugar donde seguían sufriendo las consecuencias de sus actos”.[16] Si bien las diversas fuentes, inmediatas a la conquista, señalan que el lugar post-mortem, al que habría de dirigirse el individuo fallecido, estaba determinado por el tipo de muerte que había sufrido, algunos datos nos hacen pensar que esa premisa no fue absoluta ni inalterable. En este sentido, se dice que a aquel individuo que en vida desperdiciaba o regaba los granos de maíz, Mictlantecuhtli y Mictecacihuatl, le sacaban los ojos en el Mictlan[17]; de forma similar, los padres debían hacer pequeñas quemaduras en las muñecas de sus hijos varones en honor de las estrellas llamadas mamalhuaztli, pues de lo contrario, “decían que el que no hubiese sido señalado de aquellas quemaduras, cuando se muriese, que allá en el infierno habían de sacar fuego de su muñeca, barrenándola, como cuándo acá sacan fuego del palo”.[18]

            Como vemos, al menos en el caso del individuo que regaba los granos de maíz no intervenían la muerte ejecutoria ni la forma en que moría, ya que sin importar estos factores, al morir debía ser reprendido por su falta en el “otro mundo”. Por ello difiero en considerar inmutables las ideas de que los hombres no eran premiados o castigados por su buena o mala conducta en vida, y de que sólo la manera en que morían dictaminaba el espacio inframundano al que habrían de viajar, ya que otras circunstancias influían en tal determinación, circunstancias que bien podrían estar influenciadas por elementos morales y clasistas.[19]

Para finalizar, en este breve ensayo deseo resaltar que para los antiguos nahuas la muerte no era definitiva, no equivalía a la nada ni tenía valores positivos o negativos, pues también poseía entidad al ser una fuerza que actuaba en el cosmos mediante las funciones específicas de los seres que la “encarnaban”. Las referencias a la muerte son frecuentes en los aspectos más imprescindibles de la vida, tales como el calendario, los mitos, el nacimiento, las fiestas rituales, las supersticiones, la poesía, el arte, etc. Al observar este gran número de referencias, corroboramos que la muerte era necesaria para sustentar y mantener la estructura del cosmos.

Así, al estar presente en diversos ámbitos era parte de ese concepto basado en la dualidad donde la vida y la muerte no eran puntos equidistantes sino estados de un círculo que se mantiene en constante movimiento, formándose así un ciclo de opuestos complementarios que se generan mutuamente. Al mismo tiempo, despertaba en los seres humanos profundos sentimientos de duelo, temor, incertidumbre, respeto y admiración que se expresaban en los aspectos aquí analizados.

Concebidas como unidad total, la diferencia entre la vida y la muerte radicaba en la materia, pues aunque los seres perdían su corporeidad, su esencia perduraba y trascendía su muerte física. Así, paradójicamente la vida muere y vive la muerte.

Daniel Adolfo González Suárez

Seminario Permanente Crónicas y fuentes de origen indígena del siglo XVI novohispano.

[1] “Leyenda de los Soles” en Mitología e historia de los antiguos nahuas, (paleografía y traducciones de Rafael Tena), 2ª ed., Conaculta, 2011, p. 179.

[2] Ibid.

[3] Mercedes de la Garza, El hombre en el pensamiento religioso náhuatl y maya, México, UNAM-IIFL-Centro de Estudios Mayas, 1978, (Serie Cuadernos, 14), p. 61.

[4] Alfredo López Austin, Cuerpo humano e ideología. Las concepciones de los antiguos nahuas, México, UNAM-IIA, 3ª ed., 1989, t. 1, (Serie Antropológica, 39), p. 359.

[5] Ibid., p. 361.

[6] Patrick Johansson K., “La muerte en la cosmovisión prehispánica. Consideraciones heurísticas y epistemológicas”, en Estudios de Cultura Náhuatl, México, UNAM-IIH, vol. 43, 2012, p. 84.

[7] Fray Bernardino de Sahagún, Historia general de las cosas de Nueva España, México, 11ª ed., Porrúa, 2006, (Sepan Cuantos…, 300), p. 364.

[8] Fray Bernardino de Sahagún, Códice Florentino, México-Florencia, Archivo General de la Nación-Casa Editorial Giunte Barbera, 1979, Libro VI, Capítulo XXIX, fol. 142.

[9] López Austin, op. cit., p. 392.

[10] Leyenda de los Soles, op. cit., p. 181-185.

[11] Sahagún, Historia general…, op. cit., p. 366.

[12] Ibid., p. 134 y 136; Fray Diego Durán, Historia de las Indias de Nueva España e islas de tierra firme, 2ª ed., México, Porrúa, 1982, t. 1 (Biblioteca Porrúa, 36) p. 268 y 269; Códice Magliabechiano. Libro de la vida que los yndios antiguamente hazían y supersticiones y malos ritos que tenían y guardavan, ed. facsimilar, Graz-Austria, Akademische Druck—Und Verlagsanstalt, 1970, f. 6r, 36v y 37r; Costumbres, fiestas, enterramientos y formas de proceder de los indios de la Nueva España, publicado por Federico Gómez de Orozco en Tlalocan. A Journal of source materials on the native cultures of Mexico, México, Imprenta del Museo Nacional, 1945, p. 42.

[13] Sahagún, Historia general…, op. cit., p. 225 y 226.

[14] Ibid., p. 261-269.

[15] Patrick Johansson K., “Miquiztlatzontequiliztli. La muerte como punción o redención de una falta”, en Estudios de Cultura Náhuatl, México, UNAM-IIH, vol. 41, 2010, p. 112-125.

[16] Ibid., p. 100.

[17] Fray Bernardino de Sahagún, Primeros memoriales, paleografía del texto náhuatl y traducción al inglés de T. D. Sullivan, completada y revisada con adiciones de H. B. Nicholson, A. J. O. Anderson, C. E. Dibble, E. Quiñones Keber y W. Ruwet Norman, Oklahoma, University of Oklahoma Press, 1997, p. 178. Traducción del inglés al español del Seminario permanente Crónicas y fuentes de origen indígena del siglo XVI novohispano.

[18] Sahagún, Historia general…, op. cit., p. 416.

[19] Como parte de las Primeras Jornadas del Seminario Permanente “Crónicas y fuentes de origen indígena del siglo XVI novohispano”, expuse algunas de estas ideas en la ponencia “Tlalmiquiliztli: muerte sin gloria. Reflexiones en torno a la muerte en la cosmovisión nahua”, septiembre 2013.

 

Obras consultadas

Barba de Piña Chán, Beatriz, “Algunas formas iconográficas de la muerte en la época prehispánica”, en Beatriz Barba de Piña Chán (coord.), Iconografía mexicana V: Vida, muerte y transfiguración, México, INAH-Conaculta, 2004, (Colección Científica, Serie Antropología Social, 460).

Chávez Balderas, Ximena, Rituales funerarios en el Templo Mayor de Tenochtitlan, México, INAH-Conaculta, 2007.

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Códice Laud. La pintura de la muerte y los destinos, ed. facsimilar y estudio de Ferdinand Anders, Maarten Jansen y Alejandra Cruz Ortiz, México-Austria, FCE-Akademische Druck—Und Verlagsanstalt, 1994, (Serie Códices Mexicanos, 6).

Códice Magliabechiano. Libro de la vida que los yndios antiguamente hazian y supersticiones y malos ritos que tenían y guardavan, ed. facsimilar, Graz-Austria, Akademische Druck—Und Verlagsanstalt, 1970.

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Durán, Fray Diego, Historia de la Indias de Nueva España e islas de tierra firme, 2ª ed., México, Porrúa, 2t., 1982, (Biblioteca Porrúa, 36 y 37).

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——————, Primeros memoriales, paleografía del texto náhuatl y traducción al inglés de T. D. Sullivan, completada y revisada con adiciones de H. B. Nicholson, A. J. O. Anderson, C. E. Dibble, E. Quiñones Keber y W. Ruwet Norman, Oklahoma, University of Oklahoma Press, 1997.

___________, Códice florentino, México-Florencia, Archivo General de la Nación-Casa Editorial Giunte Barbera, 1979.