POR IRVING JAVIER MARTÍNEZ GONZÁLEZ
De la redención de Juana de Arco al nacimiento de los jesuitas
El referente cinematográfico de la Edad Media más reconocido recae en las costosas producciones de habla inglesa con grandes batallas, exuberantes diseños de producción y detallados vestuarios. Hollywood y Gran Bretaña se han encargado de establecer un estándar romántico, fantástico y de ensueño, al referirse al cine medieval; pareciera que el Medievo sólo fue de caballeros templarios, damas angelicales y grandes batallas. Por un momento se logra borrar de la historia un malestar de la humanidad: el oscurantismo.
En el otro Medievo –el sombrío y pesimista– el hombre no era un eterno virtuoso, ni tampoco caballero con férreas convicciones del amor cortés; ambas características fueron aprovechadas por el Séptimo Arte para exponer al individuo en su naturaleza más simple: la delgada línea que separa lo humano de lo “bestial”.
El primer gran personaje medieval del cine fue Juana de Arco, con dos versiones mudas: Jeanne d´Arc (Juana de Arco, 1900), de Georges Méliès y La passion de Jeanne d’Arc (La pasión de Juana de Arco, 1928), del director danés Carl Theodor Dreyer; ambas obras maestras, la primera por tratarse de un trabajo histórico realizado por uno de los fundadores del cine y la segunda por abordar visualmente la condición humana mediante una heroína.
La Juana de Arco de Dreyer posee una puesta en escena simple, con escasos decorados, siendo el principal recurso estético el sufrimiento y la resignación en el rostro de Maria Falconetti. Por primera vez, el Medievo no se abordaba mediante mallones y castillos de utilería; había adquirido un sentido más existencial, que comenzaba con la visualización de la más grande rivalidad del hombre: contra Dios. Lo inevitable de la muerte y la imposibilidad del hombre para cambiar su destino, de forma inquietante y perturbadora, fue una constante en el cine de Dreyer que culmina con el misticismo de Johannes Borgen en Ordet (1955).
Ha sido tal el impacto de la belleza de la redención de la dama de Orleans que directores como Lars Von Trier han producido su filmografía alrededor del martirio femenino en la trilogía El corazón dorado: Breaking the waves (Rompiendo las olas, 1996), Idioterne (Los idiotas, 1998) y Dancer in the Dark (Bailando en la oscuridad, 2000).
En 1938, Sergei M. Eisenstein viaja al siglo XIII para mostrarnos una memorable batalla sobre un lago invernal en el largometraje Alexander Nevsky. Tomas generales y segundos planos de caballeros cabalgando a la batalla sobre el agua. Los combatientes parecen flotar en el aire mientras el cielo espera la aniquilación de unos por otros. La composición de las imágenes y el montaje evidencian la pequeñez del hombre, quien quedará borrado por el tiempo; además, se vislumbran discursos anticlericales y la antesala de la Segunda Guerra Mundial.
Ya en el cine sonoro, Orson Welles comenzó a filmar profundas revisiones de la obra shakesperiana con la adaptación de Macbeth, en 1948. El director estadounidense crea a un Macbeth primitivo, en escenarios cavernarios y oscuros, donde el cielo, eternamente borrascoso, no permite un contraste con lo terrenal, como si esperase ansioso la caída del tirano. El hombre del décimo siglo es expresionista, desde la visión de Welles.
La respuesta italiana llegó con Francesco, giullare di Dio (Francisco, juglar de Dios, 1950), de Roberto Rossellini -en colaboración con Federico Fellini-; una propuesta desde el neorrealismo italiano que expone las vivencias de la primera comunidad franciscana. La aportación no es muy novedosa, pero sí muy significativa para el tópico: la cotidianeidad del hombre en tiempos de oscuridad; el acercamiento a la intimidad de un hombre que, en el fondo, sabe de la inexistencia de Dios. Dentro de la cinematografía italiana tal vez no era un tema trascendental, pero fue el inicio de la creación de personajes mortificados por su existencia, un reflejo de la soledad del siglo XX, desde las voces del Medievo.
Del juego de ajedrez con la muerte a los infortunios de Lancelot
El cine no está obligado a retratar la historia, pero si puede contribuir, mediante la fantasía, a la construcción del presente, como sucede, por ejemplo, con la filmografía del director sueco Ingmar Bergman, especialmente en Det sjunde inseglet (El séptimo sello, 1957). En esta cinta, Antonius es un cruzado de regreso a casa que se encuentra con la muerte y, para ganarle tiempo, la enfrenta en un juego de ajedrez.
La cinta fue filmada en la Europa de la posguerra, trastornada por los constantes cambios políticos y sociales de mediados de Siglo XX. Ante la espera del Apocalipsis, la visión de este soldado no distaba mucho de la de los europeos contemporáneos. Antonius recorre lugares desolados por la peste y el fanatismo religioso, que lo confrontan con la eternidad y su imposibilidad de encontrar la felicidad.
El temor a la muerte es superado por el miedo al amanecer en El séptimo sello, ya que éste representa el dolor de asumir la inexistencia del más allá; en el fondo, todos saben que no existe Dios y es sólo una idea consoladora. Ignorancia y fe representan la mejor solución.
Similar experiencia se manifiesta en Andrey Rublev (1966), cinta del director Andrei Tarkovsky, pero aquí la cuestión no es divina, sino artística. Rublev está consternado por no hallar la verdadera función del arte en la frágil e indispensable humanidad.
Jerzy Kawalerowicz estrenó en Cannes su largometraje Matka Joanna od aniolów (Madre Juana de los Ángeles, 1961), donde enfrenta dos conceptos: perversión y virtud. En este filme, el padre Jozef, interpretado por Mieczyslaw Voit, debe oficiar exorcismos en un convento habitado por monjas poseídas. Su radicalismo radica en la crítica a los personajes virtuosos y la falsa santidad de la Iglesia católica. Jozef representa una sátira de los caducos modelos cristianos de santidad, sin importar el daño que cause a los “siervos”; incluso las monjas “endemoniadas” se enfrentan a la burla y profanación de aquel mundo en las manos de Dios.
No obstante la crítica a la existencia del más allá y la temible otredad, el cine seguía teniendo una pulcritud neoclásica, hasta la llegada de un cineasta y su propuesta sobre el oscurantismo: el checo Frantisek Vlácil. En su película Marketa Lazarová (1967) expone la lucha entre dos familias de delincuentes involucrados en el asalto a una caravana real. El líder del clan opuesto, un guapo e implacable bandolero, rapta y ultraja a Marketa, una virgen aspirante a monja. Al final, el personaje femenino decide rechazar, para siempre, el mundo conventual y el carnal. La heroína se convierte en un ser incierto y sin destino.
Ondrej, protagonista de Údolí vcel (El valle de las abejas, 1968), se encuentra ante la misma disyuntiva: la imposibilidad de ser hombre y Dios, condenado a vivir errante en un mundo cuadrado y sin matices. Ambas películas están ambientadas en territorios salvajes y clericales, con encuadres armónicamente proporcionados y una misma propuesta: la insoportable belleza de lo divino.
Años más tarde Pier Paolo Passolini, con otra visión, aborda una Edad Media más limpia y colorida, pero más caótica en la psique colectiva. Las películas Il Decámeron (El Decamerón, 1971) y I racconti di Canterbury (Los cuentos de Canterbury, 1972), basadas en textos picarescos medievales, muestran un paralelismo con la actualidad respecto a la simultanea fascinación y desdén por la sexualidad. Dios ya no es prioritario; ahora es el hombre quien debe descubrir su placer mediante la perversión, la cual ha dejado de ser demoniaca y es cada vez más humana.
En Lancelot du Lac (1974), de Robert Bresson, la frustración por no encontrar el Santo Grial provoca los infortunios de Lancelot. Aquí, Bresson concluye con un discurso abordado en todas las películas ambientadas en el Medievo, desde Juana de Arco hasta las desgracias de un caballero y que sirve para sintetizar lo plasmado por diversos cineastas: La modernidad ha disfrazado el oscurantismo, con todo el dolor que representan lo cotidiano y la muerte, que persistirá en la mente del hombre hasta el día en que sea abierto el séptimo sello…