Cine Adictos

POR  LETICIA URBINA ORDUÑA

El gran escape

Para los mexicanos pobres, que siempre han sido mayoría, la vida nunca ha sido fácil, pero lograron paliar sus penurias con actos comunitarios –masivos les llama la posmodernidad– como las peregrinaciones, fiestas, corridas de toros, circo, teatro de carpa, día de mercado y, en otra época, la asistencia al cine, espacio privilegiado para la convivencia y la evasión.

El cinematógrafo fue traído a México tempranamente, menos de un año después de su creación, por los hermanos Lumière, en el marco de la fascinación que le produjo al entonces presidente Porfirio Díaz tanto lo francés como los avances tecnológicos de su época. El Presidente de la República paseando a caballo en el Bosque de Chapultepec, fue la primera película nacional.

Las míseras condiciones de vida de las mayorías de aquel tiempo se vieron exacerbadas primero por la Revolución mexicana, luego por las luchas de facciones, la Guerra Cristera y, apenas pacificado el país, por el racionamiento impuesto por la entrada de México en la Segunda Guerra Mundial.

En ese contexto, el cine se convirtió en el lugar idóneo para escapar de una realidad avasallante durante el breve lapso que duraban las primeras películas. Del estupor ante el invento se pasó al ritual de acudir con la familia, con los compañeros fugados de la escuela o con la pareja romántica en turno.

A la construcción de sueños contribuyó el establecimiento de las primeras salas de cine. Si los sitios de exhibición para las clases altas fueron viejas casonas, antiguas iglesias y conventos acondicionados, a las masas empobrecidas se dedicaron los cines de caravana, las carpas y los cines de feria, siempre itinerantes y rápidamente insuficientes.

La llamada Época de Oro del cine nacional obligó a crear cines para todos, acto democratizador que reunió a distintas clases sociales en un mismo espacio aunque separados por los costos diferenciados del boleto en luneta, galería o anfiteatro.

Salas monstruosas –hasta para 7 mil 500 espectadores– eran por sí mismas un preludio mágico a lo que la película ofrecería; buscaban que el espectáculo empezara desde la calle, como aseguraba el arquitecto Charles Lee.

Marquesinas de neón, falsos palacios, paisajes exóticos, cielos estrellados y figuras iluminadas que parecían flotar constituían otro set que inducía al público a llorar, reír, amar, indignarse ante la injusticia y reivindicarse con el infaltable castigo a los villanos.

Nosotros los pobres

Mientras la prensa se ocupaba de reseñar los filmes y las características de aquellos cines “de concurrencia escogidísima” y también de los que contaban “con bastante gente aunque menos selecta” (Cine Mundial, Vol. III, abril de 1918), silenciosamente se erigían salas luego conocidas como “cines de piojito”, de los que efectivamente se podía salir con un indeseado inquilino en la cabeza.

Muchos se llamaron inicialmente Teatro Cine pues, inseguros como estaban los empresarios pioneros, habilitaron los teatros e incluyeron otros espectáculos y diversiones a “las vistas”, como se llamaba a las películas del cine mudo inicial. Algunos cines de barrio aprovecharon viejos galerones, rodeados de casuchas improvisadas con láminas de cartón, como el cine Ajusco, al pie de unas vías de tren y víctima frecuente de las inundaciones.

En los cines de piojito no había dulcería. Un empleado pasaba entre los asientos con una caja colgada al cuello durante los intermedios, voceando “¡Dulces, chicles, refrescos, cacahuateeees!”. Las películas eran viejas y repetidas. Sólo en los “Cines Premiere” se podían ver estrenos por la onerosa cantidad de un peso, mientras que en las salas de barriada era posible ver dos, tres y hasta cuatro películas por cinco centavos, bajo la modalidad de “permanencia voluntaria”.

Entre los más antiguos estuvieron el cine Barragán, cuya concurrencia, según la única fotografía existente, eran mujeres de rebozo, niñas descalzas, niños de overol –la vestimenta del obrero–, hasta algún adolescente engalanado con cuello duro, corbata y sombrero, para la ocasión especial.

Un testimonio gráfico del Gran Cine Bretaña muestra el instante en que un padre de familia lleva a sus hijos al cine, los niños de humilde vestimenta posaron a la mitad de la calle sin pavimentar, con esa especie de bodega pomposamente rotulada a sus espaldas.

El Teatro Cine Titán fue en los años 20 un feo galerón concurrido por señoras de rebozo y hombres con sombrero de palma, que evolucionó hacia los años 40 integrando marquesina y cortinas metálicas que no lo libraban de las inundaciones.

Algunos cines nacieron “piojito”. El eufemismo “películas sicalípticas”, para evitar decir eróticas, encubrió desde el inicio el tipo de filmes que exhibía el Cine Manuel Briseño de la colonia Guerrero, a 15 centavos en luneta y cinco en galería. En lo que Jaime Valverde Arciniega llamó el “Circuito Piojito” estuvieron cines como el Atoyac, más tarde Sara García, el Janitzio, el Bondojito, el Hermes, el Lux, luego Fernando Soler, el Morelos, el Victoria, el Azteca  y el Lecumberri.

Igualmente humildes fueron muchos cines del Estado de México, como el Santos Degollado, al que asistían lo mismo albañiles que amas de casa, parejas demasiado amorosas, teporochos con ganas de beber sin que les molestasen y estudiantes de secundaria, que pese al uniforme podían burlar la clasificación C.

En el municipio de Nezahualcóyotl, ya bien entrados los años 60, había algún cine construido totalmente con láminas de cartón y chapopote, sin más nombre que el de “Cine” malamente pintado a brochazos. ¿Baños? Un lujo excesivo para semejante local. Ya en los 70 hubo construcciones hechas exprofeso como el cine Aurora, muy modesto, pero digno.

Ustedes los ricos

Por supuesto hubo, desde el principio, cines exclusivos para las clases altas, cuya historia está muy bien documentada. La primera exhibición privada para el presidente Díaz ocurrió el 6 de agosto de 1896, ocho meses después de la primera hecha en París por los hermanos Lumière. El 14 de agosto de 1896, en la droguería Plateros, se hizo la primera función al público, cuyo éxito llevó a la apertura de la que sería la primera sala de cine del país en la casa de José Borda: el Salón Rojo.

Al principio los cines ofrecieron en el mismo local baile con orquesta en vivo, entremeses teatrales y fuente de sodas. Rápidamente el cine demostró que no necesitaba complementos y pocos años más tarde había unos 300 cines (llegarían a ser más de 500) sólo en la Ciudad de México, a cuyas inauguraciones se asistía por invitación.

En ellos se volcó la arquitectura, con el predominio del barroco, el Art Nouveau y el Art Decó, como en el Alameda, que reproducía un típico pueblito mexicano, con un cielo lleno de nubes y estrellas que brillaban al apagarse las luces antes de iniciar la función. El Encanto tenía una ambientación tropical con palmeras de verdad en los interiores; el Metropolitan presumía su decoración palaciega y al Palacio Chino solamente le faltaba la aparición de un emperador de la dinastía Li.

Las salas dedicadas al cine infantil como el Lindavista, con una torre que simulaba un castillo, o el Continental, también llamado “La casa de Disney”, cuyo frío exterior fue remodelado para parecerse al hogar estadounidense de Mickey Mouse, llenaron de magia las matinés de aquellas funciones mañaneras.

Los horarios para adultos tenían nombre: la función de Moda era a las 16:00 horas, la de Tarde a las 18:00 y las de Noche a las 20:00 y 22:00 horas. En el exterior estos cines tenían marquesinas luminosas y en el interior una dulcería, foyer, un vestíbulo o varios; incluso había balcones.

La “concurrencia escogidísima” se abstenía de lanzar palomitas o poner polvos pica-pica como sucedía en los cines de piojito, pero nada impedía que a la primera falla gritaran ¡Cácaro! al proyeccionista.

Locales ostentosos como el Orfeón, Olimpia, Variedades, además de los anteriormente citados, solían llamarse cines “Premier” pues sólo presentaban películas de estreno. Luego esas cintas pasaban a los llamados cines de “Primera” y muchas semanas después, agotado ese público, iban a dar a los cines de piojito con otras cintas que jamás accedieron a las salas privilegiadas, como las películas del Santo y más tarde las de ficheras.

Una etapa posterior realizó construcciones más amplias y con una decoración más sobria. La sala del cine Florida, por ejemplo, tenía cupo para 7 mil 500 espectadores, pero hubo muchos más con aforos enormes, de tres, cuatro y cinco mil butacas: el Ópera, el Cosmos, el Bella Época (Lido). A esos les siguieron otras construcciones más discretas como el Diana, el Chapultepec, el Tlatelolco, el Manacar y El Roble, pero con las primeras videocaseteras en formato Beta, sus días estaban contados.

Los olvidados

Decadentes, descuidados, muertos sus dueños originales, cada vez con menos público, muchos cines quebraron. El Apolo sufrió un incendio en 1968 (más tarde lo mismo sucedería con la Cineteca Nacional). Algunos debieron ser derrumbados tras los sismos de 1985. Otros, como el Lux, hicieron esfuerzos denodados por salvarse. A principios de los años 90 un carro de sonido anunciaba funciones de $6.00 con palomitas gratis pero fue inútil. Tuvo que cerrar sus puertas.

Al Ópera lo trataron de convertir en una sala de conciertos para Heavy Metal y Gótico. Luego fue ocupado por una secta que negociaba con rosas “milagrosas”. Más tarde se anunció su demolición, pero ésta fue impedida por las protestas de la comunidad cultural. Al Cosmos lo iban a transformar en un magno centro cultural pero el proyecto fue abandonado.

Donde estaba el Majéstic ahora existe una plaza comercial y también alberga una zona habitacional. Al Lindavista lo iban a convertir en un templo para Juan Diego, pero no se le ha dado continuidad al proyecto. Por el tamaño de los predios que ocupaban, gran cantidad de cines se volvieron estacionamientos, tiendas departamentales y, en algunos casos, guaridas para indigentes. El Bella Época corrió con más suerte, hoy es la mayor librería del Fondo de Cultura Económica.

Las cadenas de cines con varias salas uniformemente feas y minúsculas, que le propinan gran cantidad de anuncios y precios estratosféricos al consumidor, sumadas a las críticas condiciones de la economía, la falta de seguridad y la piratería, hicieron que aquel rito comunitario deviniera en un acto solitario e individualista.

Quedan para la historia los nombres de aquellos grandes cines y de los arquitectos que pusieron al público a soñar: Francisco Serrano, Charles Lee, Juan Sordo Madaleno, Carlos Crombé e Ignacio Capetillo y Servín.

Esta colaboración se publicó de manera impresa en febrero de 2017, edición 160 del boletín informativo CINEADICTOS, de la Coordinación de Difusión Cultural de la FES Acatlán.

 

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CineAdictos, publicación periódica de la Coordinación de Difusión Cultural, nació en noviembre de 2000. Incluye reseñas de películas, trayectorias de actores, directores, críticas, comentarios sobre los principales festivales, entrevistas, avances técnicos y aspectos de los distintos géneros cinematográficos. El material impreso se distribuye entre la comunidad de la FES Acatlán; a partir del semestre 2015-II extiende sus alcances con el blog de CineAdictos. Espacio abierto a los interesados en la divulgación del séptimo arte.

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