Reflexiones sobre la muerte entre los antiguos nahuas IV

De pinacates, sangre y corazones. La comida en los espacios sagrados nahuas

Para todos aquellos dedicados profundamente al estudio de Mesoamérica y la cultura nahua, el trabajo del fraile Bernardino de Rivera oriundo de la villa de Sahagún, resulta invaluable, ya que adelantándose a su tiempo logró una compilación, casi enciclopédica, de información relativa a los usos, creencias y costumbres de dicha sociedad.

Este pequeño trabajo tiene como objetivo ahondar en un tema poco tratado, la comida en los espacios sacros. Según Alfredo López Austin,[1] el espacio sagrado forma parte de un binomio que explica la naturaleza del tiempo-espacio; por un lado tenemos un mundo poblado por seres sobrenaturales, dioses o fuerzas, donde el tiempo no discurre y nada perece. Por otro está el mundo habitado por los hombres, animales, plantas, etc., en donde el tiempo tiene influencia, discurre y sus habitantes mueren.

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Fig 1. De arriba a abajo: Códice Borgia, lámina 49, Códice borbónico, lámina 23 y Códice Borgia, lámina 29.

Pero, ¿qué llevó al hombre nahua a pensar que era necesaria la comida en un lugar donde nada perece? Recientemente Hugo García Capistrán, discutía en una conferencia sobre la “necesidad”  primordial del hombre nahua de sacrificar y sacrificarse, arguyendo que la principal causa para esto no era alimentar a los dioses, sino para re-presentar el mito creacional. Puedo decir que no concuerdo completamente con su opinión, pues, aunque en cierto sentido el sacrificio representa el ritual, no considero que pueda negarse el hecho de que para los hombres nahuas, a través de estos rituales,  se buscaba “alimentar a los dioses”.

En los Primeros memoriales se utiliza la palabra en náhuatl tlatlatlacualiliztli para hacer referencia a dicha acción. La traducción de Thelma Sullivan (Feeding [The Gods])[2] es consistente con la ofrecida por el diccionario de Alexis Wimmer, donde puede leerse: “Acción de alimentar a los dioses con la sangre de sus víctimas”.[3] Por otro lado, Fray Toribio de Benavente “Motolinía”, era un tanto más explícito y severo:

Cuanto a los corazones de los que sacrificaban, digo: que en sacando al corazón al sacrificado, aquel sacerdote del demonio tomaba el corazón en la mano, y levantábale como quien lo muestra al sol, y luego volvía a hacer otro tanto al ídolo, y poníasele delante en un vaso de palo pintado mayor que una escudilla, y en otro vaso cogía la sangre y daba de ella como a comer al principal ídolo, untándole los labios, y después a los otros ídolos y figuras del demonio. [4]

 

Asimismo, podemos ver en las representaciones gráficas del Códice Borgia al dios Tonatiuh alimentándose de la sangre de aves; los elementos de la escena hacen  clara alusión a un espacio sagrado:

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Fig. 2 Códice Borgia, lámina 71.

A pesar de que los  trabajos de análisis e interpretación de este códice continúan desarrollándose y que falta profundizar sobre sus elementos, no resultaría descabellado afirmar que el espacio representado en la lámina 71 corresponda a Tonatiuhichan, “La casa del Sol”, ya que los protagonistas de esta escena tienen atributos sobrenaturales, y el contexto de la pintura nos brinda referencias que corresponden con un lugar donde Tonatiuh es la figura central; un personaje zoomorfo le entrega ofrendas de sangre, además se encuentra rodeado, en su mayoría, de aves, que probablemente hagan referencia a las entidades anímicas de los guerreros, tal como lo asevera Sahagún “y después de cuatro años pasados las ánimas de estos difuntos[de los guerreros], se tornaban en diversos géneros de aves de pluma rica, y color”.[5]

Si los guerreros que acompañan al Sol lo hacen en forma de pájaros, durante las primeras horas del día y hasta el cenit, puede fácilmente asociarse este arreglo de 13 volantes con la representación en la lámina, y siguiendo lo dicho por el propio fraile, es probable que algunos de ellos correspondan a los nueve momentos en que se hacía una ofrenda al Sol y los demás, a las horas restantes hasta que el Sol alcanzara el cenit.

Sahagún da cuenta detallada de la apariencia y de lo que había en el lugar conocido como “el cielo”, “Tonatiuhichan” o “Casa del sol” y nos dice que estaban todos aquellos guerreros muertos en batalla,

en un llano y que a la hora en que sale el sol, alzaban voces y daban gritos golpeando las rodelas [y que] en el cielo hay arboleda y bosque de diversos árboles; y las ofrendas que les daban en este mundo los vivos, iban a su presencia [de los guerreros] y allí las recibían [de igual manera se decía de los guerreros que una vez convertidos en aves] andaban chupando todas las flores así en el cielo como en este mundo, como los zinzones lo hacen.[6]

Como puede apreciarse en esta cita, además de la sangre para la divinidad, los guerreros podían consumir dos tipos de alimentos: en primer lugar las ofrendas que los vivos hacían aquí en este mundo y, en segundo, lo que ellos mismos pudieran extraer de los árboles del cielo y la tierra. Así pues, la naturaleza de Tonatiuhichan, sus habitantes y comidas, tienen connotaciones calientes y masculinas, la sangre por ejemplo, al ser el líquido vital, es el más precioso y el hecho de que sea obtenido para el sacrificio al Sol, le confiere aún más este carácter sagrado. Sin embargo existen lugares con cargas simbólicas muy distintas, uno de ellos es el Tlalocan.

Según lo dicho por Arthur Anderson en su artículo Sahagun’s informants on Tlalocan,[7] las concepciones en torno este lugar sacro han variado mucho con el devenir del tiempo. Por su parte, Sahagún da su versión en diferentes momentos a través de su obra. En los Primeros memoriales describe la entrada por la que pasa una mujer y su acompañante, quienes se dirigen hacia el reino de Tlaloc:

Y después la llevó al Tlalocan. Después ellos atravesaron donde había ranas, como en tiempo de primavera. Ellos se sentaron sobre un muro; sobre él estaban dos ranas. Desde él se extendían serpentinas salpicadas de hule con las que el camino terminaba. Entonces entraron donde vieron que, más adelante, una niebla que parecía tenderse rodeando a aquellos que, golpeados por el rayo cuando tronaba en algún lugar, habían muerto así.[8]

Cabe mencionar que los elementos que aparecen en esta narración, tanto los anfibios como los adornos de papel salpicados de hule y la niebla,  comúnmente están relacionados con el dios del agua. Posteriormente, en la Historia general, el franciscano asocia directamente al Tlalocan con el paraíso terreno; mientras que para Alfonso Caso es un lugar de “juegos y regocijos”, de “vida de abundancia y serenidad”, un lugar donde se adquiría “una nueva vida”.[9] Finalmente, López Austin lo define como “un lugar de muerte. Es una montaña hueca llena de frutos porque en ella hay eterna estación productiva. A su interior van los hombres muertos bajo la protección o por el ataque del dios de la lluvia”.[10]

Todas estas posturas coinciden en que son los hombres muertos por la acción del dios de la lluvia quienes viajan a tal espacio. También hay un consenso general en cuanto a que en Tlalocan “se vive” en un ambiente jovial, en el que no existe tipo alguno de sufrimiento. Por último, los autores mencionados afirman que es el lugar donde se hallan las cosas relativas al sustento de los hombres.

En la Historia general, Sahagún describe este espacio de la siguiente manera: “La otra parte donde decían que se iban las ánimas de los difuntos es el paraíso terrenal, que se nombra Tlalocan, en el cual hay muchos regocijos y refrigerios, sin pena ninguna; nunca jamás faltan las mazorcas de maíz verdes, y calabazas y ramitas de bledos, y ají verde y jitomates, y frijoles verdes en vaina, y flores”.[11]

Para Caso, el hombre que iba al Tlalocan disfrutaba de “una vida de perenne alegría, que transcurría sentado bajo los árboles cargados de frutos que bordean las orillas de los ríos del paraíso”.[12]

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Fig. 3 Escena de los murales de Tepantitla, Teotihuacan, fotografía de colección personal.

Debido a lo anterior, resulta claro y quizá hasta lógico que en la morada de Tlaloc no falte jamás comida alguna, ya que éste era el dios de los mantenimientos; además teniendo en cuenta que el sistema político y económico de las culturas nahuas  tenía una fuerte dependencia de las buenas cosechas, es natural pensar que los efectos, tanto positivos como negativos, provocados por el señor del Tlalocan, tengan que ver siempre con los alimentos, con el sustento.

Existe otro espacio que claramente contrasta con los ya mencionados, el Mictlan, “El lugar de los muertos”, gobernado por Mictlantecuhtli y Mictecacihuatl. A este sitio iban aquéllos que, por así decirlo, no habían sido escogidos por el dios solar o el de la lluvia y habían muerto por otras causas.

Como podemos ver en algunas imágenes, el cuerpo humano, una vez que la vida lo había abandonado, fungía como alimento para la deidad de la muerte, que en este sentido comparte esa función con la divinidad terrestre. Sin embargo, en los Primeros memoriales, se muestran, con un poco más de detalle, las formas en que los temibles dioses degustaban sus manjares: “En Mictlan, Mictlantecuhtli y Mictecaciuhatl comen pies, manos, y un guiso fétido de escarabajos. Su atole es pus; lo beben de los cráneos.”[13] Como podemos imaginar, la escena sería muy grotesca e impactante, y por si esto no fuera poco las imágenes de los códices permiten ver al dios de la muerte comiendo excremento humano. Sahagún lo explica diciéndonos que “todo lo que no se come aquí en la tierra se come ahí en  Mictlan”.[14]

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                     Fig. 4 Códice Borgia, lámina 57

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 Fig. 5 Códice Borgia, lámina 13

 

Al acercarnos un poco más a los Primeros memoriales, encontramos otro tipo de alimentos: “Y todas las hierbas venenosas se comen ahí, y todos los que van al Mictlan, todos comen amapolas espinosas.”[15] Esta amapola o chicalote, es una hierba silvestre muy común en México central, y la experiencia (dolorosa si he de decir), me ha hecho saber lo terrible que es al tacto, no deseo imaginar siquiera como podría ser para el gusto.


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 Fig. 6 Argemone mexicana o Chicalote (falta poner la referencia de la foto)

En este mismo apartado se consigna que “el que en la tierra comía un guisado de frijoles negros come corazones en Mictlan”, además de que “el que solía comer una gran cantidad de tamales, come lo que está lleno de un olor nauseabundo en Mictlan; los tamales están llenos de un nauseabundo olor de pinacates”.[16] Aunque no hay registro en las fuentes de que en alguna ceremonia o ritual un hombre comiera el corazón de otro, existen muchas referencias de que el corazón era ofrecido al Sol y también hay imágenes que nos permiten ver a este órgano como alimento de entidades relacionadas con el dios de la muerte. Por todo lo anterior, los corazones son un “alimento sagrado”. Sin embargo para que el difunto pudiese comer corazones en el Mictlan, debía haber comido guiso de frijoles. Desde mi perspectiva, y entendiendo que el frijol era parte de la base alimentaria de la cultura nahua, esta condicional era sólo una forma de decir que todo el que había llegado  hasta ahí tendría que comer los corazones.

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Fig. 7 Códice Borgia, lámina 16

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Fig. 8 Pinacates

Sobre los tamales con olor a pinacate, puede decirse que es otra manera de “divinizar a las entidades que los ingieren”, pues como refiere Fray Gerónimo de Mendieta: “Los de Tlaxcala tenían que las almas de los señores y principales se volvían nieblas, y nubes, y pájaros de pluma rica, y de diversas maneras, y en piedras preciosas de rico valor. Y que las ánimas de la gente común se volvían en comadrejas, y escarabajos hediondos, y animalejos que echan de sí una orina muy hedionda”.[17] Lo anterior convertiría al habitante común del Mictlan en un devorador de las entidades anímicas de los enemigos, en este caso, de los Tlaxcaltecas; aunque existe otra postura mucho más cercana al pensamiento nahua registrada por el mismo fraile:

Creían en aves nocturnas, especialmente en el búho, y en los mochuelos y lechuzas y otras semejantes aves. Sobre la casa que se asentaban y cantaban, decían era señal que presto había de morir alguno de ella. También tenían los mismos agüeros en encuentros de culebras y alacranes, y de otras muchas sabandijas que andaban rastreando por la tierra, y entre ellas de cierto escarabajo que llaman pinauiztli.[18]

En este caso el habitante de Mictlan, estaría comiendo premoniciones de muerte, hados funestos para los vivos, “y se decía que nada más se comía, que hay gran necesidad en Mictlan”.[19]

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Fig. 9 Manjar del Mictlan, fotografía e intervención de Rubén Omaña Guerra.

A través de estas líneas hemos visto que la comida en cada uno de los espacios sagrados, puede explicar una parte de la naturaleza de los mismos y de las deidades que los rigen, así como también a los destinos agradables, desagradables, honrosos, felices y hasta desgraciados que tendrá la entidad anímica del finado. También es posible observar que para el pensamiento nahua existe una marcada diferencia entre las condiciones de un lugar y otro, por lo que resultaría más conveniente una forma de muerte sobre otra.

Julio Adrian Pérez Rivas

Seminario permanente Crónicas y fuentes de origen indígena del S-XVI novohispano.

[1] Alfredo López Austin,  “Los mexicas ante el cosmos” en Arqueología mexicana, México, INAH-Editorial Raíces, vol. XVI, núm. 91, mayo-julio 2008, p. 24

[2] Fray Bernardino de Sahagún, Primeros memoriales, paleografía del texto náhuatl y traducción al inglés de T. D. Sullivan, completada y revisada con adiciones de H. B. Nicholson, A. J. O. Anderson, C. E. Dibble, E. Quiñones Keber y W. Ruwet Norman, Oklahoma, University of Oklahoma Press, 1997, p. 74. Traducción del Seminario permanente Crónicas y fuentes del siglo XVI novohispano.

[3] Alexis Wimmer, Dictionnaire de la langue nahuatl classique en http://sites.estvideo.net/malinal/nahuatl.page.html (consultado 12/09/2013).

[4] Fray Toribio de Benavente, “Historia de los Indios de Nueva España” en Joaquín García Icazbalceta, Colección de documentos para la Historia de México, México, Porrúa, 2004, p. 22.

[5] Fray Bernardino de Sahagún, Historia General de las Cosas de la Nueva España, 11° edición, México, Porrúa, 2006, p. 201.

[6] Ibid.

[7] Arthur Anderson, “Sahagun’s informants on Tlalocan” en Jorge Klor de Alva (ed.), The Work of Fray Bernardino de Sahagun: Pioneer Ethnographer of Sixteenth-Century Aztec Mexico, Albany y Austin, Institute for Mesoamerican Studies, SUNY-Albany y University of Texas Press, 1988, pp. 151 – 160.

[8] Sahagún, Primeros memoriales, op. cit., p. 124.

[9] Alfonso Caso, El pueblo del sol, México, FCE, 2009, p. 80, 82.

[10] Alfredo López Austin, Tamoanchan y Tlalocan, México, FCE, 2000, p. 9.

[11] Sahagún, Historia general…, op. cit., p. 200.

[12] Caso, op. cit., p. 80

[13] Sahagún, Primeros memoriales, op. cit., p. 177.

[14] Ibid.

[15] Sahagún, Primeros memoriales, op. cit., p. 177.

[16] Ibid.

[17] Fray Gerónimo de Mendieta, Historia Eclesiástica Indiana, México, CONACULTA, 2002, p. 209.

[18] Ibid, p. 225.

[19] Ibid.

 

Obras Consultadas

 

Anderson, Arthur, “Sahagun’s informants on Tlalocan” en Jorge Klor de Alva  (eds.) The Work of Fray Bernardino de Sahagun: Pioneer Ethnographer of Sixteenth-Century Aztec Mexico, Albany y Austin, Institute for Mesoamerican Studies, SUNY-Albany y University of Texas Press, 1988.

Benavente, Fray Toribio de, “Historia de los Indios de Nueva España” en Joaquín García Icazbalceta (comp.) Colección de documentos para la Historia de México, México, Porrúa, 2004.

Caso, Alfonso, El pueblo del sol, México, FCE, 2009.

Eliade, Mircea, Lo sagrado y lo profano, 4a edición,  España, Guadarrama/Punto Omega, 1981.

López Austin, Alfredo, Tamoanchan y Tlalocan, México, FCE, 2000.

López Austin, Alfredo,  “Los mexicas ante el cosmos” en Arqueología mexicana, México, INAH-Editorial Raíces, vol. XVI, núm. 91, mayo-julio 2008, p. 24.

Mendieta, Fray Gerónimo de, Historia Eclesiástica Indiana, México, CONACULTA, 2002.

Sahagún, Fray Bernardino de, Historia General de las Cosas de la Nueva España, 11a edición, México, Porrúa, 2006.

Sahagún, fray Bernardino de, Primeros memoriales, paleografía del texto náhuatl y traducción al inglés de T. D. Sullivan, completada y revisada con adiciones de H. B. Nicholson, A. J. O. Anderson, C. E. Dibble, E. Quiñones Keber y W. Ruwet Norman, Oklahoma, University of Oklahoma Press, 1997.

Wimmer, Alexis,  Dictionnaire de la langue nahuatl classique en http://sites.estvideo.net/malinal/nahuatl.page.html (consultado 12/09/2013).